Era una tarde triste y melancólica, mirando declinar el ocaso.
Soñaba con volver al ensueño, al fin del principio, al fin del fin, al principio del fin. Pensaba en compartir su sueño, en compartir su fuego, su ansia, su anhelo. Y soñaba, y pensaba, y se deleitaba, y se saboreaba, y se empalagaba con gusto de aquel sabor fresco y pesado, ácido y amargo, dulce y placentero.
Era su tarde, era la fotografía de su vida, era el monólogo de su historia, era la fotocopia de su nacimiento, era la radiografía de su muerte. Contemplaba... ¿qué?... Todo. Nada. Era sombría la expresión de su rostro, era más que patética la palidez de su cara, el frío de su cuerpo, el hielo en sus ojos. Como si por su mente estuviese pasando la increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada o simplemente cien años de soledad. Soledad peor que la de él? Ninguna.
Cada vez que iba aumentando el oscuro cielo, iba aumentando su desesperación, su delirio, su tristeza, su amargura, su palidez. De pronto sonríe, observa fijamente un punto de la calle, trata de acercar la vista para asegurarse de que lo que veía era real... era... era... era una hormiga llevando una hoja sobre sí misma... ¿era una hormiga llevando una carga o era una carga llevando a una hormiga? ¿somos nosotros quienes llevamos el dolor o es el dolor quien nos lleva y nos trae y no nos deja vivir?... No lo sé.
Quizás era ilógico su asombro o tal vez se veía llevando a cuestas una culpa, un resentimiento, una pena, un sollozo, un lamento, una ausencia, una desgracia. Es deplorable su ánimo y más aún, no tiene fuerzas, no tiene ganas, no tiene alma. Sólo tiene dentro de sí alguien que lo empuja, que le grita, que le reclama. Y él huye, pero su alter ego lo persigue, acosándolo, acorralándolo, asfixiándolo, venciéndolo.
Era ya una piltrafa humana que ni tan siquiera merecía el hecho de que lo llamaran humano. Era un descenso en la escala evolutiva, un renglón más abajo que la nada, un susurro de hombre, un rumor de persona, un esqueleto ambulante, un rechazado, un desadaptado, un lamento con pies y manos.
Era una tarde triste y melancólica mirando declinar el ocaso, gritando, gritando hacia sus adentros para no despertar a su verdad, a su ruina, a su enfermedad, a su sida.
Soñaba con volver al ensueño, al fin del principio, al fin del fin, al principio del fin. Pensaba en compartir su sueño, en compartir su fuego, su ansia, su anhelo. Y soñaba, y pensaba, y se deleitaba, y se saboreaba, y se empalagaba con gusto de aquel sabor fresco y pesado, ácido y amargo, dulce y placentero.
Era su tarde, era la fotografía de su vida, era el monólogo de su historia, era la fotocopia de su nacimiento, era la radiografía de su muerte. Contemplaba... ¿qué?... Todo. Nada. Era sombría la expresión de su rostro, era más que patética la palidez de su cara, el frío de su cuerpo, el hielo en sus ojos. Como si por su mente estuviese pasando la increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada o simplemente cien años de soledad. Soledad peor que la de él? Ninguna.
Cada vez que iba aumentando el oscuro cielo, iba aumentando su desesperación, su delirio, su tristeza, su amargura, su palidez. De pronto sonríe, observa fijamente un punto de la calle, trata de acercar la vista para asegurarse de que lo que veía era real... era... era... era una hormiga llevando una hoja sobre sí misma... ¿era una hormiga llevando una carga o era una carga llevando a una hormiga? ¿somos nosotros quienes llevamos el dolor o es el dolor quien nos lleva y nos trae y no nos deja vivir?... No lo sé.
Quizás era ilógico su asombro o tal vez se veía llevando a cuestas una culpa, un resentimiento, una pena, un sollozo, un lamento, una ausencia, una desgracia. Es deplorable su ánimo y más aún, no tiene fuerzas, no tiene ganas, no tiene alma. Sólo tiene dentro de sí alguien que lo empuja, que le grita, que le reclama. Y él huye, pero su alter ego lo persigue, acosándolo, acorralándolo, asfixiándolo, venciéndolo.
Era ya una piltrafa humana que ni tan siquiera merecía el hecho de que lo llamaran humano. Era un descenso en la escala evolutiva, un renglón más abajo que la nada, un susurro de hombre, un rumor de persona, un esqueleto ambulante, un rechazado, un desadaptado, un lamento con pies y manos.
Era una tarde triste y melancólica mirando declinar el ocaso, gritando, gritando hacia sus adentros para no despertar a su verdad, a su ruina, a su enfermedad, a su sida.